miércoles, 21 de noviembre de 2012

EL DOLOR. Cápsula Segunda. Una realidad cualquiera. El dolor físico.


            24 de agosto de 1961. Ocho meses de edad. Mis padres descubren que “algo malo” me ha ocurrido y llaman al médico del pueblo quien se ve impotente y los remite a la sanidad de Talavera; luego, a Madrid.

         Hospital del Niño Jesús de Madrid. Poliomielitis. Dos ataques. Secuelas impredecibles pues se ve afectado todo el cuerpo desde el cuello. A otros niños y a mí nos atan a una especie de saco de arena en cruz con las piernas extendidas para que no se deformen. Mi padre no soporta verme así y me saca irritado de aquel hospital.

         Después, víacrucis con recorrido por hospitales y consultas médicas. Una luz en la oscuridad: hablan de un doctor que viene de Mallorca a quien las gentes han bautizado como “la Virgen de Fátima” por los casos de curaciones que va consiguiendo.

         La esperanza:
-         Doctor ¿mi hija va a poder caminar?
-         Mejor que usted, pero hay que operar y el camino va a ser difícil y penoso.

De pequeña me desplazo por el suelo “a gatas”. A los cinco años comienzo a caminar con ayuda de dos aparatos ortopédicos parecidos a los de la imagen (que no hace mucho publicó el asesor de accesibilidad Xavier Mersalles en Facebook). Otros dos, para dormir, y un arco de madera con una bombilla en le centro, fabricado por mi padre, me proporcionaba calor y facilitaba la circulación sanguínea a mis piernas.



Los hombros de mi padre y un borriquillo fueron los desplazamientos más felices de mi vida.

Nueve años: comienzan las intervenciones quirúrgicas, bastante dolorosas y cuyos post-operatorios duraban al menos tres meses, tras los cuales tengo que comenzar a caminar de nuevo como si fuese el primer día. Ausencias en el colegio y madrugones para estudiar cuando me incorporaba.

Las estancias en la clínica no son inferiores a siete días: noches sin dormir porque en aquella época se evitan los calmantes fuertes.

Puedo contar las cicatrices –costurones largos y extensos en ambas piernas y caderas-: unas dieciocho o diecinueve.

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Sin embargo, en el colegio las profesoras me llamaban “LA NIÑA DE LA SONRISA” ¿Cómo puede ser esto?

Muy sencillo: por los hombros de mi padre, por los lomos del borrico Pimiento, por las noches sin dormir de mi madre, por la colonia a granel que extendía en mis brazos cuando los dolores no eran atenuados por los calmantes y le pedía el estímulo de la fragancia fresca a cada momento, por las canciones que con su voz llenaban las dolorosas noches actuando como un bálsamo de caricias… POR EL AMOR, amigos y amigas de Pensament; por el amor que recibía de mi familia, por el sacrificio que hacía mi hermana cuanto tenía que separarse de mis padres por culpa de las operaciones o por otra causa relacionada con mis secuelas, por los ánimos de mi padre cuando me repetía una y otra vez: “más vale maña que fuerza”, “hace más el que quiere que el que puede”… y cuando me proporcionaba estudios, formación y un medio de vida.

¿Qué más puedo pedir, amigos? Lo he tenido todo porque he tenido y tengo amor. Y no son palabras bonitas para consolar o consolarme. Es la experiencia real de mi vida y por la que me siento afortunada. Gracias, amigo Isidoro, por hacerme recordar.

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